| Las enseñanzas del Maestro CiruelaKuhn y sus herederos
 
 Una profesora  de Filosofía  fustigó una de mis lecciones por sus  dichos críticos contra la epistemología de Thomas Kuhn. Cuestionó –entre otras  cosas– que yo haya dicho que la teoría de las revoluciones científicas de Kuhn  era perniciosa y no aclarara por qué. Supuse que podía entenderse sin  demasiadas explicaciones que una teoría que predice que todo lo que uno está  haciendo en ciencia va a ser tirado a la basura irremediablemente, podía  desinteresar a muchos jóvenes capaces de dedicarse a la esforzada ciencia. Di  por sentado que resulta descorazonador que a uno le digan que trabajar para  alcanzar la verdad es apenas una ilusión.  Pero parece  que no. Las teorías de Kuhn no solamente son perniciosas.  Además, son falsas. Decenas de autores las critican y las demuelen: Mario  Bunge, Alan Sokal, Martin Gardner, Alan Cromer, Steven Weinberg, Marcelino  Cereijido, Ernst Mayr, Richard Dawkins y muchos más. Al año siguiente a la aparición de su best-seller, La Estructura de las Revoluciones  Científicas, se llegó a la conclusión de que Kuhn había utilizado la  palabra paradigma para más de veinte significados diferentes. Entre ellos  figuraban los de cosmovisión, modelo a imitar y programa de investigación. En  un famoso artículo, el físico estadounidense Steven Weinberg demuestra que las  revoluciones kuhnianas no han existido nunca y que la idea de  inconmensurabilidad es falsa y proviene de una confusión sencilla: los  lenguajes científicos van cambiando con el tiempo. Otro físico estadounidense,  Alan Cromer, en su libro Connected  Knowledge, ofrece valiosos ejemplos de que el conocimiento científico se  nos presenta envolvente, poseedor de verdades definitivas y abrumadoramente  acumulativo. En los siglos pasados, la biología sufrió dos  revoluciones tipo ocho de la escala Richter. La revolución darwinista, desde  1859, y la revolución molecular, desde 1953. Ambas fueron fastuosas. En ninguna  de las dos hubo la más mínima acumulación previa de anomalías. La de Watson y  Crick no tiró abajo ningún paradigma. Y desde luego, ninguna de las dos  padecieron nada parecido a una inconmensurabilidad de nada. Si las fantasías de  Kuhn encajaban en la física forzando y desvirtuando conceptos, con la biología  no tuvieron suerte. Más allá de estas pequeñeces, la obra de Kuhn y su  popularidad actual constituyen uno de
  los golpes más dañinos contra el pensamiento  científico y la sociedad. En su análisis del
  funcionamiento de la ciencia se inclina por  privilegiar la irracionalidad y disminuir el empirismo y la racionalidad;  enseña que la ciencia y sus productos están sujetos a cánones sociales,  económicos, políticos, a caprichos y modas. Desdeña la lógica y pretende  reemplazarla por la analogía, la metáfora, la convención social o la moda. En su famoso libro, Kuhn afirma que la ciencia no  avanza hacia la verdad, que los científicos –por más que se pasen a los nuevos  paradigmas– no quedan más cerca de la realidad. Dicho en otras palabras: para  ese señor era tan probable que el cerebro fuera el órgano de la mente, como que  fuese el órgano de la refrigeración de la sangre. Sus desvaríos abrieron la puerta a un ejército de  chantapufis que llegan a negar que la ciencia estudie una realidad objetiva;  incluso no faltan quienes aseguran que los científicos crean su propia realidad,  que la construyen socialmente. Estos impostores intelectuales equiparan la  ciencia con una creencia equivalente a cualquier otra, un relato, una religión,  un mito. Llegan a afirmar que la ciencia valida sus conocimientos por consensos  sociales a los que se llega con mucho ejercicio de convencimiento, mucho  politiqueo, mucho chamuyo, cuando no presión o coerción económica. Y niegan,  por supuesto, que la ciencia valide sus conocimientos por medio de la evidencia  empírica. Escuadras anticientíficas enteras se han encaramado en universidades,  ministerios y editoriales. Es parte de la herencia kuhniana.  
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