Las enseñanzas del Maestro Ciruela
De la refracción de la luz, el altruismo de los bañistas y la cotización de la lana


De regreso del Sur, en las vacaciones, pasé por General Conesa en dirección a Bahía Blanca. El trayecto se realiza en dos tramos: el primero por la nueva y poco transitada ruta provincial 251 y el segundo por la nacional 22 que une Bahía Blanca con Choele Choel, Cipolletti y Bariloche. Al llegar al empalme de la 251 con la 22 algo, una sensación extraña me sobrecogió. Después de hacer 150 km sin ninguna curva -dicho sea de paso- uno se sobrecoge por cualquier cosa; lo cierto es que no fue por cualquier cosa: fue el ángulo de empalme, de entre 100 y 110 grados, en medio de la nada, lo que me llenó de intriga.

Los siguientes 200 km hasta Bahía Blanca los realicé sumido en profundas elucubraciones y mi esposa se alarmó temiendo que no fuese del todo saludable tener un marido lunático al volante. La tesis era la siguiente: ese caprichoso ángulo no era tal sino que obedecía a una ley física o natural y no a motivos humanos ni urbanos ni catastrales. Y esa ley no era otra que la ley de la refracción de la luz, que formuló el matemático holandés Willebrord Snel en 1621:

           sen Θi = n . sen Θr

donde Θi y Θr son los ángulos de incidencia y emergencia de la superficie de separación de dos medios en los que las velocidades de propagación vi y vr cumplen que vi / vr = n . Todo esto, claro, bajo la condición de que el tránsito en la ruta 251 tenga (o mejor dicho: haya tenido) una velocidad promedio sensiblemente menor que en la 22.

La última hipótesis resulta probable si la pensamos de esta manera: el tránsito por la 22 siempre fue nutrido y fluido porque une Buenos Aires, Bahía Blanca, Cipolletti , Bariloche, Esquel... todas ellas ciudades importantes; por lo tanto ese camino se hizo rápidamente ancho, cuidado, sin pozos, prontamente asfaltado y con buenas banquinas, de modo que fuera una ruta veloz. Los pobladores del medio (Río Colorado) quisieron ir hacia el Sur... o viceversa, no importa. La cuestión es que algún día debieron emprender la construcción de un camino, una ruta menor, que uniese Río Colorado con el Sur, con Conesa, un camino que al menos, hasta que llegara el asfalto (lo cual tardaría sus buenas décadas), sería una vía lenta. Pero ya existía y podían aprovecharlo: el camino Este-Oeste de la ruta 22.

Los responsables tenían varias opciones: en un extremo, el más simple, unir Río Colorado con Conesa por la línea recta; en el otro extremo, el más económico, desplazarse por la 22 hasta que la distancia a Conesa fuera mínima, y construir desde ahí (en forma perpendicular a la 22) el camino que yo hubiera esperado. Pero no. Eligieron el aparentemente caprichoso camino intermedio que empalma a 110 grados y que despertó mi intriga al transitarlo. Los viejos constructores de caminos, pensé yo, deben haberse guiado por el principio del tiempo mínimo, que postuló Fermat en el año 1650 para explicar las leyes de los caminos ópticos.

Richard Feynman lo explica de esta manera en su libro de mecánica: imaginemos un bañista a orillas del mar que se percata de que una persona se está ahogando, pero no justo en frente suyo sino un tanto al costado. Decide entonces ir en su auxilio. Puede lanzarse por la línea más corta -en diagonal-, o correr por la orilla hasta quedar justo en frente del que pide auxilio o, más inteligentemente aún, puede correr por la orilla sólo hasta cierto punto y después echarse a nadar. Si decide bien habrá elegido el camino no más corto, pero sí más rápido. Fermat descubrió que tal hipótesis conduce a la ley de Snell, y Feynman lo demuestra en forma sencilla y geométrica. El ejemplo es sorprendente: los bañistas, aunque no sepan nada de física, utilizan el principio de Fermat con ignorada naturalidad.

Por un momento me sentí tan genio como el galardonado Feynman, y hasta creí encontrar una explicación general de la formación de la telaraña de asfalto depositada en nuestras pampas. Bastaba con demostrar este principio de formación y ya estaba: el resto, una tesis doctoral y la fama.

Desde entonces dormí sólo tres horas por noche. Calculé la velocidad promedio del parque automotor de aquella época en que se construyeron ambas vías: la carretera 22 y la naciente huella 251. Volví a Conesa unas cuantas veces. Recabé información en catastro, entrevisté viejos pobladores, investigué documentos y mapas de la época así como memorias y balances de empresas constructoras, realicé cruces de información con diarios de aquel entonces y terminé de endeudarme al contratar agrimensuras e investigaciones geológicas.

Así, al fin, confirmé mis sospechas de que el caprichoso ángulo de empalme entre las rectas carreteras 251 y 22 se debió al natural hecho de que el gobernador de turno tenía en ese tiempo una estancia llena de ovejas cuya lana fue desde entonces mucho más lucrativa y fácil de vender en el mercado de hacienda.

Todo tiene su explicación.

 
 
 
 
   
Artículo publicado en la revista Fisicartas. Algunos derechos reservados. Se permite su reproducción citando la fuente. Última actualización jun-06. Buenos Aires, Argentina.