Las enseñanzas del Maestro Ciruela
BOLLITO DE PAPEL

Dar clase debe ser placentero. Si usted, mi estimado colega, no consigue que ese encuentro casi diario con esas jóvenes almas sea gratificante para todos, sobre todo para usted, entonces mi querido amigo... tiene que poner en marcha el plan B.

Todo buen docente buen, debe estar equipado con algún arma secreta y un par de medidas extremas que le permitan revertir esas situaciones de displacer que pueden tener consecuencias insospechables.

Le voy a contar qué hice un día, harto de soportar una situación crónica, sexta, diaria. Tenía yo un curso de física como a las 7 de la mañana los lunes, miércoles y viernes. Era un grupo como de 40 alcauciles (podría decir maniquíes, o rocas). No había pregunta que arrancase una mísera respuesta a estos mármoles, mire usted. Ni fácil, ni difícil, ni tonta, ni absurda. No había broma que les sacara una sonrisa, ni una mueca. Probé con los mejores chistes que tenía... y nada. Dar clase en esa aula, créame, era un oprobio. Los resultados de los primeros exámenes, así asá. Como siempre, no estaba ahí el problema. Consulté con mis colegas del establecimiento y todos decían lo mismo: “ese grupo es el más apático en años”. Pero eso a mí no me conformaba. Simplemente quería que la situación cambiara y, si no, tomarme una licencia. El suicidio es de mal gusto.

Un día, cansado de dialogar con el pizarrón y al borde de un ataque de nervios, respiré hondo, tomé fuerza y decidí poner en marcha el último recurso. Aprovechando que teníamos que empezar a desarrollar el tema “sonido” les anuncié que íbamos a realizar un experimento de significativa importancia. Les confesé, lo cual es cierto, que no había sido yo quien diseñó el experimento, que no recordaba su autor, pero que me habían referido su efectividad probada. Tomé una hoja A4, 80 gramos, hice con ella un bollito que cupiera en un puño y les expliqué el protocolo.

-Jóvenes –dije con solemnidad-, voy a arrojar este bollito de papel hacia arriba, y lo voy a recuperar en mi mano. A la vista de todos, sin ningún misterio. Sube y baja, nada más. Pero mientras esté en el aire, mientras no esté en contacto con mi mano, ustedes y yo tenemos que gritar con toda la fuerza que nos brinden los pulmones. Hay que comenzar el grito exactamente cuando el papel abandona mi mano, y hay que callar abruptamente justo cuando lo atajo. Ni un microsegundo antes, ni un microsegundo después.

Las estatuas me miraban como si les estuviese contando mis diálogos con los ángeles, y yo ya me imaginaba que el experimento fracasaría estrepitosamente. Aclaré la garganta, tomé aire, y allá fue a volar el bollito.

Quedé como un idiota ridículo. Grité cual gol en el minuto 89. Pero yo solo. Dos o tres –no voy a mentirles- me acompañaron con un tímido murmullo “aaaaaa-eee-aaaah”. Pero no me desmoralicé.

-No, muchachos. Tienen que gritar todos, y fuerte. Si no, el experimento no va a salir. Se trata de un fenómeno muy interesante. Pero sólo van a poder advertirlo si siguen al pie de la letra las instrucciones que les estoy brindando. Tienen que gritar todos. Y fuerte. ¿Entienden? Vamos de nuevo.

La segunda vez fuimos seis o siete los ridículos. Pero entre ellos ya había tres que se animaron y gritaron en serio, como correspondía, largando los bofes.

-¡Eso! ¡Bien, Diego!, ¡Bien, Fede!, así hay que gritar. Pero todos, si no... el experimento no funciona, el rebote de la reverberancia no alcanza la amplitud media de la formante y la potencia de la frecuencia máxima colapsa. Y estamos listos. Tienen que gritar ¡todos!

La tercera vez que arrojé el bollito de papel A4 80 gramos al aire el griterío fue considerable, y el cierre abrupto... casi coral.

-Va bien, polluelos. Pero el fenómeno sigue sin producirse. Vos no gritaste, nena, qué hiciste, abriste la boquita y salió un iii-ee-iiiu. No, ¿no sabés gritar fuerte? ¡Te tengo que oír! Vamos, esta es la última, se los prometo, van a ver que sale. No les den bola a esos... (ya se estaba juntando gente en la puerta, entre alarmada y curiosa, y asomando por las ventanas).

La cuarta fue apoteótica. Breve, concisa, compacta, unísona. Cuando terminó el grito y los últimos ecos ya se habían apagado los ojos de mis ex-estatuas brillaban con fulgor. Había en esas miradas una mezcla de intriga y satisfacción.

-Bien. Salió. Por fin salió. ¿Lo escucharon?
-Qué, Profe. Yo no escuché nada.
-Qué había que escuchar -apuntó otro-.
-Cómo... no me digan que no pudieron oírlo -dije tímidamente-. ¿No escucharon algo así como cuarenta seres humanos gritando desorbitados ?

No voy a decirles que a partir de aquel episodio las cosas hubieran cambiado radicalmente. Pero en adelante fue más soportable. Cada vez que llegaba a las siete menos cinco algún estudiante me hacía algún comentario, o incluso algún silencio, pero ahora lleno de humanidad. Y cuando les hacía una pregunta remataba: contesten, que si no, los hago gritar. Reían, y contestaban.


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