De izquierda a derecha, parados: Daniel Cabrera, Marcelo Calderón, Fabián González, Eduardo Cabrera; sentados: Roberto Carelli, Guillermo Curutchet, Gustavo Curutchet y Ricardo Cabrera.
 
 
 
 
 

Tonterías
Tiro oblicuo

Esto ocurrió realmente. Yo tendría entre 18 y 20, y estábamos en la final, a un gol de salir campeones. Con el empate nos alcanzaba, pero el equipo rival había sacado ventaja al empezar el segundo tiempo y nos ganaba 1 a 0. El campeonato se lo llevaban ellos. A medida que avanzaban los minutos nuestra desesperación crecía y el contrario se aprovechaba. En lugar de agruparse atrás para defender la ventaja nos paseaban con pompa por toda la cancha. Algo les hizo darse cuenta de que era más potente hacernos sentir la derrota anticipadamente que palpitar ellos un triunfo provisorio. Nos estaban pegando un ole humillante, un mareo padre.

La derrota era inminente. Jugábamos por tiempo y no íbamos a poder robarles más de dos o tres minutos adicionales. Pero en ese final agónico mi hermano Eduardo robó una pelota en la mitad de la cancha y me puso un pase al pie, porque yo estaba más atrasado y sin marca. La pisé con más resignación que presencia, y levanté la vista.

Lo vi. El arquero contrario estaba adelantado entre 8 y 10 metros. Ese arquero puto nos había gastado todo el partido, nos había gritado muertos, troncos, maricones cada vez que nos acercábamos al área. Y se había ganado nuestro odio porque -eso era lo imperdonable- se había atajado todo. Pero nos sobraba sentándose en el suelo cada vez que la pelota estaba en nuestra cancha. Y ahora el hijo de puta estaba adelantado y la valla desguarnecida, y yo sin marca y con la pelota detenida... pero demasiado lejos.

Bronca no me faltaba. Le recé una breve plegaria a mi botín derecho y puse a rodar suavemente la pelota hacia delante, un poco al costado. A dos pasos de carrera la puntería suele afinarse. Le pegué con toda mi fuerza, como para que el empeine doliera. El zapatazo fue estruendoso. O al menos lo pareció, porque en ese instante los 16 jugadores y los pocos espectadores que había enmudecieron.

La pelota tomó altura con la determinación de un misil envenenado. El arquero atinó a dar dos pasos atrás, pero enseguida advirtió que la pelota le ganaba en velocidad horizontal, y que la suerte ya estaba echada… sin que él pudiese hacer nada.

Cual partícula libre el balón no podía trazar una parábola más simple. Era un trazo curvilíneo y limpio, que parecía guiado por los dioses. Cuando inició el descenso, con lentitud pasmosa, varios jugadores tragaron saliva. En el tramo final de la trayectoria, cada vez más cerca del arco, las brisas no se animaban a perturbar una geometría tan perfecta. La pelota surcó el aire sin más interacción que el destino propio.

El ruido seco del travesaño, golpeado a 40 metros de mis oídos,  no se borrará nunca de mi memoria. De un simple rebote la pelota fue a parar a los brazos del arquero que la encontró inesperadamente en el pecho y la embolsó frente a un arco deshabitado. Y se quedó inmóvil un par de segundos… una eternidad. Giró lentamente, y su cara estaba más blanca que la camiseta de sus compañeros. Y sólo después de que le volviera el alma al cuerpo festejaron el campeonato.

No es invento, no es joda. Ocurrió de verdad. Una y mil veces me ocurrió en la vida. Pero también hice lindos goles, como en esta tontería, y con este remate.
Algunos derechos reservados. Se permite su reproducción citando la fuente. Última actualización may-09. Buenos Aires, Argentina.