Tonterías
Antes de estrangular a mi hijo

Sé que quienes tengan o hayan tenido hijos adolescentes sabrán comprenderme. Es alto el riesgo que corre su supervivencia. Algunos días atrás estuve investigando el Código Penal Argentino en busca de posibles atenuantes. Algo encontré, no mucho, pero si aducimos emoción violenta y le sumamos buena conducta... El problema es que filicidio premeditado y con alevosía está mal visto, y defensa propia -que es la única verdad- no cuadra.

Todo el mundo sabe que el adolescente provoca, hiere, lastima, desafía, perturba, invade, rompe, rompe, rompe. Busca afanosamente ese límite en que sabe a ciencia cierta que uno va a extraer su AK-45 de la mochila y dispuesto a esquivar las balas nos dice: dale, maricón, tirá si sos guapo.

Si ni siquiera sabe lo que es un chirlo, mocoso: le di la mamadera, le cambié los pañales... y viene a desafiarme como si fuese el amo y yo un miserable perro.

He decidido hacer este ejercicio y me ha dado buenos resultados. Antes de manotear la cuerda para el estrangulamiento me digo a mí mismo: papi, no fue hace mucho, era de noche, y bien tarde, el vástago tendría siete u ocho y todavía hacíamos catch que finalizaba a los besos, cosquillas y abrazos; estaba muy dolorido por una otitis aguda que nos hería a todos... La angustia de sus gemidos taladraban nuestra ansiedad hasta que por fin llegó el médico. Mientras mi esposa se quedaba a su lado yo salía volando a buscar una farmacia de turno.

Cuando regresé con los medicamentos su llanto era más fluido, y la cara de preocupación de la madre aumentaba segundo a segundo: "no puede hablar, lo intenta y rompe en sollozos", me informó. "No parece que le doliera tanto, dice que no con la cabeza cuando le pregunto... pero se angustia más y no deja de llorar".

Le dimos el analgésico y los antibióticos y le juramos y perjuramos que rápidamente le harían efecto y cesaría el dolor. Pero nuestra congoja aumentaba porque al niño se le enturbiaban los ojos y se ahogaba en su propio llanto, apretaba profundamente los párpados y yo deseaba robarle para mí ese dolor injusto que lo torturaba.

Yo creo que se le está pasando, me dijo intuitivamente la madre. Pero no sé, hay algo más ahí que lo angustia y no puede -o no quiere- decírmelo. Intenté acercarme yo, pero sin éxito. Ciertamente una pena de orden distinto o superior le afligía el alma. Así siguió su llanto como una hora más, hasta que la madre abandonó el cuarto con los ojos brillosos sobre una mirada de asombro.

Entonces repitió, así de escueto, lo que mi hijo le había explicado entrecortadamente: lo angustia pensar que hay otros niños cuyos padres no pueden ir a comprarles remedios cuando tienen ese dolor de oídos.

Supongo que mientras yo mantenga este recuerdo lograré perdonarle a mi hijo su mansalva de adolescencia: un hombre bondadoso le anida el pecho y sería injusto que no lleguen a conocerlo.

Algunos derechos reservados. Se permite su reproducción citando la fuente. Última actualización oct-07. Buenos Aires, Argentina.