8.000 muertes anuales. Cuál es el único método para terminar con este flagelo.
Como acaba de comprobarse en la ciudad de Rosario (Argentina),
que en 10 años redujo la cantidad de muertes a una cuarta parte, el único método eficaz para
reducir y terminar con este flagelo es la continuidad y la rigurosidad de
los controles en el cumplimiento de las normas de tránsito.
(http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-78927.html)
Para nuestro país una reducción equivalente significaría evitar la muerte de unas 6.000 personas por
año, y ahorrar millones de pesos en gastos privados y comunitarios
asociados a los accidentes, daños materiales, muertes, lesiones,
discapacidades, y varias decenas de etcéteras.
O sea: la principal responsabilidad de que esto siga o no sucediendo la tiene el Estado.
No sólo deben existir multas temidas por todos los conductores, sino
también sistemas progresivos y democráticos de penalización. Y al mismo tiempo
continuidad y rigurosidad en la aplicación de las normas y sus sanciones.
Por qué me refiero a sistemas democráticos. El costo de una multa no es una
solución universal ni pareja. A un trabajador humilde o a un operario argentino de baja categoría -que representa la gran mayoría-, una sanción pecuniaria de 1/5 de sus ingresos mensuales (valor típico de una multa por una falta peligrosa) significa una sanción temible. Pero para el
hijo del gerente de un banco o un funcionario de alta jerarquía no
representa motivo de preocupación alguna. Un sistema de penalización basado
exclusivamente en el valor de las multas está condenado al fracaso. Genera
mayorías resentidas y minorías que gozan de impunidad.
En cambio los sistemas democráticos e igualitarios de sanción, como el
arresto, el secuestro de vehículo, la suspensión de licencia de conducir,
la compensación con trabajo social horas/hombre, la valuación de la multa
en proporción al ingreso familiar o a la tasación del vehículo, el aumento
progresivo de la multa en función de la reiteración de faltas y otras
muchas posibilidades de maniobra pueden tener una posibilidad de éxito mayor.
Tampoco puede revertirse esta situación si no se toma conciencia de los motivos que la eternizan: los intereses comerciales de las empresas automovilísticas, el poder y la corrupción policial, la demagogia de la clase gobernante. O sea... me parece que estamos fritos, porque a nuestro pueblo poco o nada de lo comunitario le interesa. Aún así no puedo renunciar a mi deber de educar y bregar por la educación vial, en este caso en particular.
Lamentablemente (lo afirmo como vecino de la Ciudad de Buenos Aires), la
autoridad de aplicación de las normas de tránsito y sus sanciones no
solamente no es la más indicada sino que es la peor indicada para hacerlo.
Institucionalmente hablando, la Policía Federal Argentina (PFA) es la
infractora más recurrente de las calles de mi ciudad. El vecino común tiene
la falsa idea de que los patrulleros pueden realizar maniobras o sostener
conductas de manejo que a un particular común le están prohibidas. Esto es
falso: si bien es cierto que la letra de la ley autoriza expresamente a los
patrulleros (y a otros vehículos como ambulancias y carros de bomberos) a
realizar maniobras que a los particulares se les prohíbe, también se estipula
taxativamente bajo qué circunstancias pueden hacerlo y con qué salvaguardas
y condiciones. La institución no cumple con esas salvaguardas ni
condiciones y se transforma en infractora sistemática.
Si a esta conducta institucional se le suma el grado de corrupción y
degradación social que existe dentro de la misma institución encargada de la
aplicación de las normas de tránsito, no puede existir otro pronóstico que
el fracaso de cualquier iniciativa gubernamental que no contemple este
problema. El primer requisito que debe cumplir una institución para
encargarse de aplicar la ley es dar el ejemplo. La PFA no lo hace o,
peor aún, hace lo contrario.
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Se permite su reproducción citando la fuente. Última actualización ene-07. Buenos Aires, Argentina.
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