Vacunación y salud pública
El brujito de Gulubú
Una moda que hace estragos en Inglaterra y otros países anglosajones está rebotando en nuestras pampas: el movimiento anti-vacuna. Los adeptos suelen apoyar su actitud en el descreimiento de la protección de la vacunación y en la sospecha de que las vacunas ofrecen riesgos y perjuicios. Pero ¿dónde están esos riesgos para la salud de la comunidad? ¿Qué es más peligroso, vacunarse o no hacerlo?
Vivir sano, estar en equilibrio con la naturaleza, ésa parece ser la consigna. Alejarse de los químicos, de lo sintético, de lo industrial y acercarse a lo natural. Suena bello, romántico… pero poco inteligente. Es parte de lo que llamamos la falacia naturalista: pretender que la naturaleza encierra preceptos de vida, que nos indican cómo debe ser nuestra vida. Pretender un equilibrio con la naturaleza, en todo caso, significa tolerar su modo de proceder. Y la naturaleza procede sin moral. Uno de los mecanismos cruciales de la evolución de la vida –cuyo resultado es la naturaleza tal como la vemos en la actualidad– es la muerte. La naturaleza es cruel. Pongamos un ejemplo sencillo: ¿cómo hace la naturaleza para erradicar una enfermedad? Muy fácil, extermina a todos los individuos susceptibles a esa enfermedad. Qué gracioso. La humanidad, en cambio, sí tiene preceptos morales y prioriza la vida por encima de los avatares de la naturaleza. Por eso se inventaron las vacunas. Y fue un acierto, porque lejos de toda duda, las vacunas han salvado vidas y evitado padecimientos más que cualquier otra panacea en la historia de la humanidad. Basta con analizar las estadísticas de muertes infantiles, o secuelas permanentes, por enfermedades infecciosas que eran comunes hace siglos (viruela, difteria, rubeola, sarampión, poliomielitis, etcétera) y compararlas con las muertes, o secuelas permanentes, que ocurren en la actualidad por esas enfermedades. La diferencia es incontrovertible.
Pero la humanidad se enfrenta con una nueva epidemia cuyo potencial patogénico no tiene límite: el movimiento anti- vacunación. Se trata de personas, o familias, que deciden no vacunar a sus hijos. No creen en la efectividad de las vacunas, o creen que las vacunas pueden generar daños, o suponen que se trata de un enorme negocio que victimiza a las poblaciones, o piensan que padecer las enfermedades de las cuales las vacunas nos protegen no es malo sino benéfico, o sostienen que es más saludable protegerse de las enfermedades con otros métodos… o cualquier combinación de estas creencias. En general se puede asociar a estas personas con otras prácticas: vegetarianismo, naturismo, clientes de la homeopatía, medicina antroposófica, ayurveda, y otras medicinas alternativas. Son parte de las brujerías del brujito de Gulubú.
La libertad individual
Pese a la bronca que pueda darnos ser testigos de semejante irracionalidad hay quien podría pensar: respetemos la libertad individual, quien no quiera vacunarse o vacunar a su familia está en su derecho, es parte de su libertad individual, si quiere correr el riesgo de enfermarse allá él, es su propio riesgo. Pero esto no es así. Las vacunas actúan en dos frentes: el individual y el público. La inmunidad individual suele ser muy efectiva, aunque también es relativa. El freno fundamental y definitivo para una enfermedad es la inmunidad poblacional. Lo que frena la circulación y la propagación de una enfermedad es tener una población mayoritariamente inmunizada. Se estima que para evitar la circulación de una enfermedad contagiosa es necesario que al menos el 95% de la población esté inmunizada. Por lo tanto, el vacunarse implica no sólo una actitud egoísta (protegerse uno mismo y a su familia) sino una actitud altruista (si yo estoy protegido, protejo a los demás). La vacunación obligatoria y las campañas de vacunación masivas deben mantenerse aun cuando el riesgo de contagio sea muy bajo, ya que medido poblacionalmente el riesgo potencial del rebrote de una enfermedad en medio de una población no inmunizada es infinitamente mayor que en una población vacunada.
No es cierto que la obligatoriedad de la vacunación sea una vulneración del derecho individual, toda vez que se reconozca que el propio cuerpo es un potencial foco infeccioso que puede enfermar –o matar– a otros.
Las autoridades sanitarias de los gobiernos del mundo suelen ser demasiado tolerantes con los ciudadanos que hacen objeciones religiosas o filosóficas contra la propia vacunación amparándose en la libertad individual. Resulta antipático, es obvio, vacunar compulsivamente. Siempre se ha preferido actuar mediante el convencimiento, la información, la educación, las reglamentaciones institucionales del estilo “si usted no tiene el plan de vacunación obligatorio cumplido no puede inscribirse en esta institución educativa, o no puede acceder a este trabajo, o no puede contratar este seguro de salud”.
El falso apoyo
Uno de los orígenes de esta epidemia de sinsentido tuvo lugar en 1988, cuando una de las principales revistas de medicina, The Lancet, publicó un trabajo que sugería que el autismo estaba relacionado con la vacuna triple viral (anti sarampión, paperas y rubeola). Luego de la publicación, la vacunación en Inglaterra disminuyó sensiblemente. Ningún otro trabajo –y se hicieron muchos– pudo verificar tal relación causal. Pero la sociedad demandaba un punto final a tan absurda sospecha, y hace poco llegó: un equipo de investigadores de la Universidad de Sidney recolectó toda la información disponible (más de mil trabajos) desde que comenzó la polémica. El estudio abarca 1.300.000 casos de niños autistas. Y el resultado es categórico: no existe ninguna relación causal entre la vacunación y el autismo.
Otro tanto ocurrió con la sospecha de que los preservantes o vehículos con los que se inyectan (o ingieren) las vacunas podrían ser dañinos. El más señalado fue el timerosal (un conservante a base de mercurio) que hasta se llegó a sindicar como causante de epilepsias. Tal acusación carece de sentido, pero aun así se realizaron centenares de estudios que echaron por tierra la imputación. De todos modos, y en aras del principio de prudencia, casi todas las vacunas actuales en el mercado cambiaron el timerosal por otros vehículos.
La verdad verdadera
La vacuna debe su nombre a que su descubridor, Edward Jenner, la elaboró a partir de exudados de pus de las manos de una ordeñadora que había adquirido una enfermedad de las vacas muy parecida a la viruela, una enfermedad mortal muy temida en aquella época. Al inocular ese preparado a individuos sanos, se volvían inmunes a la viruela. El mecanismo de acción está cabalmente comprendido: el sistema inmune genera defensas infranqueables para un agente infeccioso si su víctima sobrevive a un primer encuentro. La vacuna hace las veces de esa primera infección enfrentando al cuerpo no con el agente salvaje sino con una cepa atenuada, o con partes inocuas del agente. Los individuos inoculados, casi en un 100% (dependiendo de la vacuna), se tornan inmunes.
La efectividad de la vacuna está ampliamente demostrada por muchos estudios sanitarios y epidemiológicos. La negación de esta realidad es un síntoma de mentes paranoicas y visiones conspirativas. La realidad es otra. El siguiente gráfico viralizado en redes sociales da una idea cabal del éxito en la lucha contra la enfermedad. |