Sones del universo
Música en civilizaciones extraterrestres


¿Tendrán música los seres extraterrestres inteligentes... si es que existen en alguna parte del universo? Y más aún: ¿habrá aquí en la Tierra seres inteligentes que se ocupen de responder la pregunta anterior? Los hay, y de las investigaciones de uno de ellos, el físico Juan G. Roederer, da cuenta esta nota.


La exobiología es una disciplina relativamente joven. Nació junto con la era espacial, de la mano de las siguientes preguntas: ¿cómo podría ser la biología de seres extraterrestres?, ¿de qué pasta estarían hechos, o sea, qué estructuras químicas les darían soporte? Y si en algún lugar se hubiera desarrollado una inteligencia, una cultura, ¿qué características mínimas y seguras deberían poseer? ¿Cómo habríamos de comunicarnos con ellos?

Hace ya tiempo la NASA creó un centro de estudios de exobiología, y son muchos los científicos que le dedican esfuerzos a esta disciplina. Fabrican modelos matemáticos, físicos, químicos y biológicos cuyos avances -paradójicamente- abonan un conocimiento muy terreno: el origen de la vida en la Tierra y la vida misma.

Por otro lado, las dos sondas Voyager lanzadas en 1977 (naves robot que salieron a fotografiar el Sistema Solar y que terminarían perdiéndose en la negrura) llevaban sendas placas de oro con diagramas y planitos, y un disco fonográfico -un long play- con música de Mozart, Beethoven, Louis Armstrong y otros 50 creadores de hits, incluyendo canciones de cuna de las amorosas ballenas jorobadas. En aquel entonces, al físico argentino por adopción Juan G. Roederer (ver recuadro), ya famoso por su texto de mecánica elemental que sigue aún hoy reeditándose y vendiéndose, le pareció un gesto ingenuo de parte de la NASA: ¿qué podían entender los extraterrestres, quienes sea que fuesen, de esa sucesión de depresiones periódicas impresas en la placa de metal? Sin embargo, su amor por la música y su formación científica lo llevaron a investigar el asunto en profundidad y a formularse cuestiones que de a poco van arrojando respuestas, algunas de ellas sorprendentes. En su última visita a la Argentina, Roederer brindó una conferencia en el marco de las "Charlas de los viernes" que tienen lugar en la Facultad de Exactas (ver EXACTAmente número 14) en la que expuso sus conclusiones, y a partir de la cual elaboramos esta nota. Como todo físico, el investigador empezó por el principio, por cuestionarse la música terrenal.

¿Qué tiene la música de universal?
Todo ser humano reacciona emocionalmente frente a la música. Es cierto que los amantes del rock poca paciencia le tienen a Bach y que la música china nos resulta aburrida. La diversidad de gustos y tolerancias sobre la faz de la Tierra pareciera indicar que la música tiene poco de universal, y menos todavía lo tendrá fuera del planeta. Sin embargo, un análisis minucioso revela que existen características universales por demás significativas; características que son comunes a todas las culturas, a todos los tiempos y a todas las músicas. Como si estuviesen sustentadas en la propia biología del ser humano.

Veamos algunas: todas las culturas identifican consonancias y disonancias; todo ser humano identifica el intervalo de la octava como la reina de las consonancias; en todo el planeta se utilizan escalas como base para hacer música (bien podríamos haber construido un acervo musical a base de glisandos, que sólo aparecen como adornos, y muy de vez en cuando). Algunas más: todos los pueblos se emocionan de modo similar ante sonidos semejantes (por ejemplo: las escalas menores imprimen cierta tristeza; algunas estridencias provocan euforia; ciertas disonancias irritación y otras comicidad).

Tales constancias revelan que hay algo en la música que debe haberse gestado muy pero muy tempranamente en la especie humana, tan tempranamente que el mecanismo de su existencia debe de residir no ya en las pautas culturales sino más atrás en el tiempo, a partir de nuestra biología, determinada cuando la cultura y la música humana no existían. Pero hay un problema, y es que la música tampoco existe en la naturaleza. Se trata de un patrimonio exclusivo (aquí en la Tierra) de la especie humana. "¡No me vengan con el canto de los pajaritos!", se anticipó Roederer frente al auditorio de los viernes. Aclaró que ellos usan su "canto" para transmitirse un mensaje: "Ven, preciosa hembra, que aquí te aguardo" o "aléjate, vil competidor, que éste es mi territorio". Los monos hacen otro tanto, quizá con un mayor repertorio de mensajes, pero sus aborrecibles chillidos no nos parecen música.

Muchas de las características físicas de la música están determinadas por esa maravilla de la tecnología bioelectromecánica llamada oído humano. En particular, por uno de sus componentes, la membrana basilar, que se halla dentro de la cóclea y que resuena ante las vibraciones musicales. Es sorprendente descubrir cuánto de las propiedades biofísicas de la membrana basilar terminan modelando la música. Pero, de cualquier modo, todos estos hallazgos remiten a cuestiones profundas que merecen contestación: ¿cuál es el valor adaptativo de escuchar, de ejecutar, de crear música? ¿Cómo pudo la música, ausente en la naturaleza, aparecer en la humanidad? ¿De qué modo la música pudo aumentar (o aumenta) la fecundidad de sus cultores? Si no respondemos primero estas preguntas, todo lo que digamos de la música en civilizaciones no humanas será especulación vacía de contenido.

No todo es cuestión de oído
Avancemos un poco más: ¿Qué pasa con los sonidos después de atravesar el oído? Exploraciones de suma precisión del interior del cerebro, como la resonancia magnética nuclear y la emisión positrónica, revelan la ruta de la información. Ésta viaja desde el órgano sensitivo hasta un sector de la corteza cerebral. Allí se van ensamblando los trozos de información tal como van llegando. Y de ahí mismo parten mensajes neurales a otras zonas de la corteza: unos se ocupan de interpretar esos sonidos, de buscarles sentido; otros de asociar y comparar; otros de memorizar. Todo esto requiere un flujo de ida y vuelta de mensajes neurales o impulsos nerviosos que viajan de un lado a otro de la corteza cerebral a través de rutas de axones (las prolongaciones de las células nerviosas). Nuestro "procesador" funciona integradamente y tal funcionamiento explica nuestra capacidad para "pensar" la música, imaginarla, crearla y hasta escucharla, aunque esté ausente.

Pero por cada mensaje que se envía de un lado a otro de la corteza también se envía una copia, o al menos una parte, a una región profunda del cerebro llamada sistema límbico.

El sistema límbico es antiguo, evolutivamente hablando. Se trata de unos centros de procesamiento cuyo cableado viene diseñado de fábrica (no lo cambia el aprendizaje, ni la experiencia ni el medio ambiente). Se ocupa fundamentalmente de las cuestiones primitivas, esenciales: vida-muerte, odio-amor, miedo, agresión, sexo; en suma, nuestro instinto. Su objetivo es ordenar la conducta más apropiada para la consecución de este único mandato: maximizar la descendencia. Sin este control estricto y permanente del sistema límbico, nuestra especie no podría haber evolucionado.

Lo dicho vale para todas las especies con instinto, las inteligentes, y también -asegura Roederer- todas aquellas que posean una inteligencia del tipo humano (adivinan a qué se refiere, ¿no?). La distinción principal de los humanos es que podemos suprimir o posponer los dictados del sistema límbico (¿qué otro animal es capaz de hacer voluntariamente una dieta?). Pero, sin duda, el mayor hito, el logro evolutivo más llamativo de nuestra especie es la invención del lenguaje, que entre otras cosas tuvo una repercusión decisiva en el desarrollo de la inteligencia. Con el lenguaje, la humanidad adquirió una herramienta indispensable para la reproducción y la supervivencia. Aquellos individuos que no la manejasen hábilmente tendrían mucha más dificultad que los otros en dejar descendencia.

Duerme, duerme, negrito
Ahora bien, ¿cómo ganar esa habilidad que garantice el éxito reproductivo? Un modo seguro es practicando el uso de la herramienta, en nuestro caso, practicando el lenguaje. Pero también hay otros: los juegos de la infancia, por ejemplo, son entrenamientos para cuestiones importantes. Cuando los cachorros juegan a pelearse no hacen más que aprender y practicar los movimientos que tendrán que realizar para cazar o defenderse una vez adultos. Ser hábiles en el juego garantizará, a futuro, el éxito reproductivo. Sin duda, una orden del sistema límbico hace que los animales no podamos rehusar el placer del juego. Estamos altamente motivados para aquellas cosas que nos entrenan en las habilidades indispensables.

El punto de Roederer es que la música es un subproducto, o mejor aún, un coproducto de la evolución del lenguaje humano. La música posee todos los atributos necesarios para entrenar el oído. Posiblemente sea ésa la razón de que el sistema límbico motive fuertemente a la madre a susurrar melodías simples a su bebé recién nacido. Del mismo modo, el niño estará muy motivado para prestar atención al arrullo de la madre. Esa vocalización de sonidos simples debe tener una importancia vital para nuestra especie. El canto y la música debieron haber nacido muy ligados a las emociones asegurando, mediante el afecto, el entrenamiento acústico para apreciar correctamente los refinadísimos y complejísimos sonidos que el lenguaje requiere.

El parentesco entre el lenguaje y la música es claro y notorio. La música tiene frases y oraciones. Y tiene diálogos. La similitud de la organización musical y el lenguaje permite hablar de una gramática de la música. La oratoria se sirve de la melodía; todo orador sabe que es tan importante lo que se dice como la música con que se dice: el tono, la musicalidad, la sonoridad de las palabras deciden si el auditorio se duerme o si -como en el caso de esta charla de Roederer- estalla en aplausos cuando la disertación finaliza. Pero todavía no llegamos a ese momento, nos falta responder la pregunta más importante. ¿Puede haber música en otro lugar del universo?

Retomemos la pregunta inicial. Supongamos que sí hay civilizaciones extraterrestres inteligentes. Supongamos que poseen una inteligencia como la nuestra. Entonces, la primera condición que le impondremos es que sus procesadores centrales -sus cerebros- deben estar motivados, deben poseer un sistema análogo al límbico, pues si no, no podrían haber evolucionado y entonces no existirían.

La segunda condición es que deben poseer un lenguaje oral, acústico. La única forma de transmitir mensajes complejos, con una capacidad de información suficiente para soportar la inteligencia, es mediante ondas de presión, ya sea en medios gaseosos o líquidos, o sea sonido. El espectro de sonidos disponibles (por ejemplo para la comunicación humana) tiene cuatro órdenes de magnitud. Es como contar con un alfabeto de 10.000 letras diferentes, más todas sus combinaciones posibles. Así como es muy improbable otra química para la vida que no sea la química del carbono, también es muy improbable otro tipo de onda para la comunicación que no sea la onda sonora.

Juntando las dos condiciones se concluye -Roederer concluye- que es probable que la música sea un elemento omnipresente, necesario, si es que no estamos solos en el universo.

 
Roederer: Del cosmos a la música Nacido en Trieste, Italia, en 1929, Juan Roederer pasó por varias ciudades europeas antes de arribar a Buenos Aires en 1939, cuando Europa entraba en guerra. En nuestro país, Roederer completó sus estudios hasta obtener el doctorado en Ciencias Físico Matemáticas que por entonces otorgaba la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, donde comenzó a investigar las variaciones latitudinales de rayos cósmicos a lo largo de Los Andes. Esa misma línea de trabajo llevó a Roederer al Max Planck Institut en Göttingen, Alemania, y al cabo de dos años en esa institución retornó al país donde fue designado director del Laboratorio de Rayos Cósmicos de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) desplegando una prolífica tarea que dejó, entre otras cosas, tres observatorios únicos en su clase. En 1966, de regreso al país luego de estar durante dos años en el Centro Goddard de Vuelos Espaciales, Roederer se encontró con la intervención de la Universidad luego de la «Noche de los Bastones Largos», lo que motivó su radicación definitiva en los EE.UU. En 1967 se incorporó a la Universidad de Denver, pero luego se instaló definitivamente en el Instituto Geofísico de Alaska, de cuya dirección se hizo cargo entre 1977 y 1986. Actualmente continúa conduciendo investigaciones como profesor honorario en la Universidad de Alaska. Es autor de, entre otros, el libro "Acústica y psicoacústica de la música", que ha sido traducido a varios idiomas, y de un capítulo del libro sobre comunicaciones extraterrestres "Between worlds" que sería impreso en 2004, y que es la base de lo expuesto en esta nota. Más información en http://www.gi.alaska.edu/~jgr/
 
 
 
     
Artículo publicado en la revista EXACTAmente. Todos los derechos reservados. Se permite su reproducción citando la fuente. Última actualización jun-06. Buenos Aires, Argentina.