| |
Febo asoma
El Sol
revela sus secretos
Hace pocos
años que estamos seguros de qué es lo que hace brillar al Sol. La respuesta definitiva
se obtuvo en Canadá, en un observatorio de neutrinos. En la búsqueda colaboró
el físico argentino Salvador Gil, quien narró la bella historia del descubrimiento
en una charla abierta en la Facultad de Exactas. Nosotros estuvimos presentes,
y la contamos.
¿Por qué brilla el Sol? Y no sólo el Sol: ¿por
qué brillan tantísimas estrellas semejantes? El secreto estuvo bien guardado en
el núcleo del astro a unos 15 millones de grados, más caliente que el mismísimo
infierno. Y no me diga que el misterio lo tiene sin cuidado, porque usted sabe
que somos quienes somos, y estamos donde estamos gracias a ese fogoncito prendido
desde hace 5.000 millones de años en medio de la noche universal.
Salvador
Gil, un físico argentino -profesor de la FCEyN y de la Universidad de San Martín-
que tuvo que ver con el desenlace de esta historia, la contó con lujo de detalles
en el ciclo "Charlas de los viernes", que tiene lugar en la Facultad de Ciencias
Exactas y Naturales (ver EXACTAmente nro. 14). Recordamos, entonces: en la antigua
Grecia, Anaxágoras, luego de meditadas contemplaciones, formuló que el Astro Rey
era una piedra incandescente. Le siguieron Galileo -quien descubre las manchas
solares-, Herschel, Laplace y tantos otros.
Pero recién por el 1850, Hermann
von Helmholtz y William Thomson (Lord Kelvin) comenzaron a buscar explicaciones
para ese brasero en modelos físicos con base científica. De lo que primero sospecharon
que podía funcionar como combustible solar fue de su propio poder gravitatorio.
Si con toda su masa el astro se redujera lentamente, aunque fuera muy de a poquito,
bien podría usar parte de esa colosal fuerza para alimentar la hoguera. Pero había
un problema: tal "combustible" sólo alcanzaría para 30 millones de años, apenas
una gotita de tiempo en el océano de la eternidad. Por aquel entonces Darwin necesitaba
al menos 10 veces más de tiempo: 300 millones de años, para hacer vivir a sus fósiles
que empezaban a organizarse en el gran concierto de la vida, o sea, la evolución
natural. La hoguera gravitatoria recibió un balde de agua fría. Tampoco pudo salvarla
la provisión de masa fresca que el Sol debió de engullirse desde el comienzo:
meteoros, cometas y planetoides caen periódicamente sobre el astro atraídos por
su voracidad gravitacional.
El áureo rostro invita
¿Pero cuánta
energía hace falta? El dato es fácil de calcular (ya lo fue para Kelvin, al menos)
y bien conocido. El Sol nos regala 1,34 kw por cada metro cuadrado de tierra.
A los argentinos, por ejemplo, que tenemos cuatro millones de kilómetros cuadrados,
el subsidio Solar -así lo presentó Salvador Gil durante el coloquio- alcanza los
cuatro billones de kw, lo que a precios de mercado equivale a un fangote de plata.
Si tuviéramos que pagarlo, serían 15.000 dólares diarios por cada habitante. Afortunadamente
es gratis, por ahora. En tren de hacer cálculos, ninguna reacción química, hasta
la más violenta, alcanzaría para alimentar al Sol; ni por más combustible, ni
por más octanaje, ni por más oxígeno y carburante que tuviera en el tanque, no
habría explicación para semejante torrente de energía. La idea siguiente debió
esperar al genio de Einstein, pues el origen de tanta potencia no podía ser otro
-supuso usted bien- que la energía nuclear.
En 1905 Albert Einstein propuso
que la materia se podía convertir en energía según una sencilla fórmula de conversión
(ahora famosa): E=mc², en la que E representa la energía, m la masa, y c² es un
factor de proporcionalidad enorme, lo que explica que pequeñas porciones de materia
puedan convertirse en formidables cantidades de energía, justo lo que requería
nuestra estrella. Así lo entendió Arthur Eddington, que fue el primero en proponerlo
allá por 1920. De todos modos, hubo que esperar que otros monstruos como George
Gamow, Hans Bethe, William Alfred Fowler y John Bahcall, a los que les encantaba sacarse
fotos soleándose en la playa, postularan en la década del cincuenta una reacción
nuclear capaz de mantener encendido al Sol en todo su esplendor.
En el
Sol hay muy poca variedad de elementos, fundamentalmente hidrógeno y helio. La
reacción propuesta se llama protón-protón (p-p) y consiste, a grandes rasgos,
en la fusión de cuatro protones (los núcleos del hidrógeno) para formar una partícula
alfa (el núcleo del helio). La masa de todos los insumos es mayor que la masa
de los productos, y la diferencia se transforma en energía. El maldito genio de
los hombres logró reproducir la reacción acá en la Tierra: la llamaron la bomba
H o la bomba de fusión; explotaron una en Eniwetok, en el Pacífico, en 1952. Su
poder destructivo fue 700 veces superior a las bombas de fisión de Nagasaki e
Hiroshima, y no es nada más que una mínima fracción de lo que ocurre en el horno
solar, pero de la misma naturaleza.
Todos los indicios -la cantidad de
energía, las temperaturas alcanzadas, los elementos implicados, su disponibilidad
en el Sol, y algunos otros- concordaban en señalar como responsable del áureo
fuego a la reacción p-p. Pero la ciencia no se conforma con indicios, quiere pruebas.
No se avala con el consenso de los más reputados, exige escrutar el universo y
hacerle cantar sus verdades. Por suerte, siempre la naturaleza deja pistas o suelta
alguna hilacha. Resulta que de la fusión nuclear escapan unas partículas muy particulares,
valga la redundancia: los neutrinos, que son tan autistas y peculiares que salen
despedidos para todos lados y siguen derecho hasta los confines del universo sin
interactuar con nada ni con nadie; atraviesan la Tierra sin mosquearse y por lo
tanto resulta muy pero muy difícil, casi imposible detectarlos.
Ya
sus rayos...
"Casi imposible" es una frase que a muchos físicos estimula.
En 1968 Raymond Davis, en Pennsylvania, llenó una piscina con percloro de etileno,
no recomendable para bañistas. Ocurre que los neutrinos pueden interactuar con
esas moléculas y crear átomos de argón. La eficiencia esperada de la reacción
y el número de neutrinos que se zambullían a la pileta producirían unos 60 átomos
de argón por mes, que Davis se proponía encontrar y contar... ¡en medio de 1030 (un uno seguido de 30 ceros) moléculas de percloro! Un desafío comparable a buscar
60 granitos de arena en toda la Tierra. Sin embargo, lo logró. Por sus trabajos
pioneros fue galardonado con el Premio Nobel en 2002. Pero en aquel entonces,
en el 68, había muchos ceños fruncidos. A medida que se iban acumulando los datos,
las técnicas, y perfeccionando los métodos, los resultados se hicieron cada vez
más robustos: la cantidad de neutrinos que llegaba a la Tierra era tres veces
menor que la necesaria para que el Sol funcione. Rebobinemos: tenemos la cantidad
exacta de energía que produce el Sol y tenemos la reacción nuclear que la genera;
también tenemos la cantidad de neutrinos que emite la reacción; la medimos y encontramos
sólo una tercera parte de lo que tendríamos que tener de estos escurridizos proyectiles.
Algo no encajaba y los físicos se sintieron un poco incómodos.
Hay tres
tipos de neutrinos: flavors -sabores- les dicen los físicos, que en el fondo son
unos tiernos. Los tres sabores son los del electrón, los del muón y los tau. Los
que vienen del Sol, producidos en la reacción p-p, son del primer sabor, y sólo
de ese. Aunque parezca descabellado (a los físicos les parece), puede ocurrir
que durante su viaje a la Tierra el neutrino electrón cambie de flavor y se convierta
en neutrino tau o neutrino del muón. El detector- piscina de Davis sólo detectaba
los de tipo solar. Si hubiera un método de detección para todos los sabores...
Jirón
del cielo
En la década del 90 empezó a funcionar el Sudbury Neutrino Observatory,
en Sudbury, Canadá, a unos 400 km de Toronto, en una mina a 2.000 metros de profundidad.
Y en él, justamente, colaboró nuestro informante, Salvador Gil. El observatorio
consiste en un inmenso balón de 12 metros de diámetro, que contiene 1.000 toneladas
de agua pesada (D2O, en lugar de H2O, ya que no tiene hidrógeno sino deuterio),
envuelto en una estructura en la que están montados 10 mil tubos fotomultiplicadores.
En este balón pueden detectarse los neutrinos de las tres variedades. La trampa
se llama "efecto Cerenkov": un neutrino choca contra un electrón, y el electrón
sale disparado a una velocidad mayor que la de la luz en el agua (y menor que
la de la luz en el vacío que sigue siendo un máximo insuperable, no se asuste);
el fenómeno se distingue por una luminiscencia azul característica. Los fotomultiplicadores
se encargan de medir y cuantificar el prodigio, e incluso distinguen qué clase de
neutrino interviene en cada choque. Paralelamente, en Japón hacía lo suyo el detector
de Kamiokande; y por sus contribuciones le otorgaron el Nobel a Masatoshi Koshiba,
de la Universidad de Tokio, junto con Riccardo Giacconi de la Associated Universities
Inc. y el propio Davis. Pero, ¿y los resultados?
Desenlace: la cantidad
de neutrinos provenientes del Sol es la justa y necesaria para identificar la
reacción que los produce. No es otra que la cadena p-p, y es la que hace funcionar
el reactor nuclear solar que nos provee energía, luz y calor. Bonus track: durante
su viaje a la Tierra, unos ocho minutos, los neutrinos cambian de sabor -de clase-
y eso obliga a los físicos a replantear toda la física de las partículas sub-atómicas.
En algo tiene que trabajar esta gente, ¿o pretenden pasarse la vida panza arriba tomando
Sol? |