Anticiencia
del dossier:
"Conocimiento científico:
¿es objetivo o es una
construcción social?"
Nuestra sociedad vive una esquizofrenia preocupante en
torno a la ciencia. Por un lado, los educadores y la sociedad
en general se llenan la boca de alabanzas hacia la pródiga
ciencia: “el pensamiento crítico, que tan bien se entrena
en la arena científica, es necesario para todos los órdenes de
la vida moderna”; y no hay educador que deje de ponderar la
importancia de la enseñanza de la ciencia en todos los niveles
educativos.
Por otro lado, sigilosamente, crecen las posturas anticientíficas
muchas veces fogoneadas por instituciones educativas
(desde las escuelas, profesorados y universidades, hasta ministerios)
y por un amplio sector de intelectuales generalmente
identificados con posiciones de izquierda. Es justamente
ahí en donde la esquizofrenia social se va de escala.
Mientras directivos, educadores, padres y maestros declaran
que pretenden de la escuela la adquisición del pensamiento
crítico, autónomo, y el escepticismo criterioso, toleran a
la vez la educación religiosa, la fe irracional. Lo que resulta
inentendible es que amplios sectores de la intelectualidad
cultiven y promuevan el pensamiento acrítico, relativista,
demagógico y laxo.
A estos intelectuales se los identifica habitualmente con las
corrientes posmodernistas, relativistas culturales, relativistas
epistemológicos, constructivistas sociales, etcétera. Todas estas
corrientes son anticientíficas. Fomentan la irracionalidad,
la tolerancia al pensamiento mágico, la proliferación y el
avance de las pseudociencias.
Cuando me refiero a la actitud anticientífica no estoy haciendo
una defensa corporativa de una pequeña comunidad de
gente medio loca y con guardapolvo. Me refiero lisa y llanamente
a las bases del pensamiento científico: la racionalidad,
la ausencia de principio de autoridad, la validación por la
evidencia…
Minando las bases
En la Argentina, los profesorados de ciencia someten a los
estudiantes a un bombardeo de creencias relativistas del estilo
“no hay verdades objetivas”, “el pensamiento científico no
persigue la verdad”, “hay una ciencia de cada cultura y cada
cultura tiene su verdad”, “el conocimiento científico es una
construcción social” y cosas por el estilo. Es –más o menos–
el discurso oficial de nuestros profesorados, de donde salen
los docentes de ciencias que a su vez lo trasmiten a los más
jóvenes.
Los relativistas culturales parecen enternecidos con las culturas
de los pueblos originarios. Pregonan que sus cosmologías
(la pachamama, el hinduismo, el shamanismo) son tan
válidas y legítimas como la científica. Pero no aclaran qué
criterio adoptar para resolver las contradicciones entre unas
y otras. Parecen tolerar que dos afirmaciones contradictorias
puedan ser verdaderas ambas. Por ejemplo: “la Tierra se formó
hace 8000 años” y “la Tierra se formó hace 4500 millones
de años”. Pueden ser ambas falsas (por supuesto), ¡pero
no pueden ser ambas verdaderas! El desprecio profundo que
los relativistas culturales profesan por la lógica le tiende una
alfombra de terciopelo al negocio de las medicinas alternativas
y brujerías que se alimentan de la ignorancia y de la falta
de pensamiento crítico.
Cómo evitar en los jóvenes el siguiente razonamiento: ¿Para
qué voy a fatigar mis neuronas con el álgebra, el cálculo y la
física si puedo llegar a una cosmología equivalente con sólo
internarme en estos otros relatos tan bonitos y accesibles? ¿Para qué hablar de ADN, evolución, genes, intrones y operones
si la versión de la fuerza vital es mucho más sencilla y
tan auténtica como la científica?
No faltan trasnochados que dicen que la ciencia es una herramienta
de dominación imperialista, un producto burgués,
machista, una forma de ideología capitalista, que se impone
y legitima por vías hegemónicas como tantos otros productos
culturales de occidente. La propaganda posmodernista es
tan intensa que muchos incautos compran. Son tan baratos
y tan chispeantes los espejitos de colores…
La verdad verdadera
Si el conocimiento científico no fuera verdadero las computadoras
no funcionarían, los medicamentos no curarían, las
sondas espaciales no llegarían a destino, y la tecnología sería un
fracaso comercial. Pero el mundo cambió estrepitosamente
porque hay una tecnología que funciona y crece basándose
en el conocimiento científico. No es tan difícil de entender.
Es cierto que no hay demostración lógica, definitiva, de
que se haya alcanzado la verdad absoluta en ningún conocimiento.
Pero nos basta con saber que algo es verdadero más
allá de toda duda razonable. Los conocimientos científicos
consolidados, o sea, aquellos que se han corroborado varias
veces empíricamente, suelen alcanzar ese grado de verosimilitud
tal que es ridículo dudar de ellos. No es razonable
desconfiar de que la sangre circule. Es risible poner en duda
que el ADN es una doble hélice. Es irracional plantear que
entre dos especies cualesquiera no haya habido un ancestro
común. El progreso científico es una realidad, porque cada
vez es mayor la acumulación de conocimiento del cual sólo
los chiflados podrían dudar. La gente cuerda se maneja con
aproximaciones a la verdad. Llama “verdad” a eso: a aquello
de lo que no se duda a menos que uno esté chiflado. Y la
ciencia no pretende más que eso, pues alcanza y sobra. Si los
filósofos no encuentran un método de validación absoluta,
bueno... tal vez no lo haya. Pero nadie piense que esa derrota
puede afectar la validez de la ciencia.
El decimonónico positivismo
Eso sí, hay que admitirlo, el positivismo ya está viejo y pasado
de moda. Se trata de una doctrina iniciada por el filósofo
y matemático francés Auguste Comte en el siglo diecinueve.
Concibe a la ciencia como una forma de saber que se remite
exclusivamente a los hechos y a las relaciones entre los
hechos. O sea, un empirismo puro. Y asume que la verdad
puede alcanzarse de esa manera. De esta tradición surgen
los trabajos de Robert K. Merton, que esbozó un “esquema”
de la ciencia. Son cuatro “normas”: la universalidad, o sea,
no es relativa ni perteneciente a una sociedad particular; es
comunitaria, es decir, sin restricciones en el conocimiento
científico (lo que se descubre, se comparte); es desinteresada,
o sea, el conocimiento no está sujeto al poder ni político ni
económico; por último, sostiene un escepticismo organizado,
una rigurosa observancia de la duda metódica, el libre
examen y la comprobación.
El positivismo tuvo muchos más aportes, correcciones y modificaciones.
Luego fue muy criticado y aparecieron nuevas
corrientes filosóficas. Vino el realismo, el falsacionismo, el
externalismo, el externalismo moderado y externalismo
fuerte, después vino el constructivismo, después apareció el
modernismo, el posmodernismo y en el medio seguro que
está la filosofía lingüística... y así nos vamos modernizando y
dejamos atrás los siglos pasados de moda.
Pero hoy, cuando uno entra en un laboratorio cualquiera
y encuentra un científico, ¿qué es lo que encuentra? ¿Qué hace ese señor o esa señora, qué piensa ese individuo
de lo que él mismo hace? Pues bien, lo que uno encuentra
es un positivista en bruto. En general, se trata de
una persona que de epistemología ni jota y menos aún
de filosofía. Que no tiene mucho tiempo para dedicarse a
otras ramas de la cultura (pero no se jacta de ello). Que
trabaja frenéticamente en ciencia poniendo el foco en la
evidencia y no se conforma con nada menos que con la
verdad. Y lo hace de un modo tan parecido a como lo
describió Merton que no es fácil hallar una diferencia, si
es que la hay. El modo de pensar, de encarar los experimentos,
de sacar conclusiones, de planear la investigación,
de entender el mundo… es formidable, efectiva y
decimonónicamente positivista.
Por qué tanto silencio
Con justo derecho, uno puede preguntarse por qué la comunidad
científica no denuncia con gran estruendo este atropello
a la razón. El principal motivo es que los científicos siempre
estuvieron mucho más interesados en sus investigaciones
que en las repercusiones sociales de sus investigaciones. Por
otro lado, como ya lo expresó ácidamente Richard Feynman,
la filosofía de la ciencia es casi tan útil para los científicos
como la ornitología lo es para los pájaros.
Quienes estamos preocupados por lograr un mundo más
justo, más igualitario, sabemos que conocer es necesario para
cambiar; y vemos con mucha tristeza –e indignación– que
cierta porción estúpida de la izquierda renuncie a la racionalidad.
La verdad es aquello que no se puede comprar, es
lo que la evidencia dictamina. Cuando el único árbitro es el
universo, los poderosos se quedan sin opciones.
Aun cuando el interés no fuese político o comunitario, la
verdad, la razón y la objetividad son –por sí solos– valores
dignos de ser defendidos y protegidos. Por eso es necesario
denunciar la anticiencia ahí donde uno la encuentre. Honestidad
intelectual, de eso se trata. |