Las confesiones del Maestro Ciruela
Un bochorno

Yo era un joven recién recibido y pensaba que iba a ser un profesor distinto, no convencional. Me propuse enseñar la física con un anclaje práctico fuerte: daría clases sólo en el laboratorio y siempre tendría cautivados a mis estudiantes con experiencias didácticas asombrosas y estimulantes.

Uno de los primeros temas que enseñé en un tercero del secundario fue el principio de Arquímedes: la flotabilidad y la densidad de los cuerpos. En aquel laboratorio había, créalo o no, casi un litro de mercurio y yo no podía desaprovecharlo. Lo dispuse en un recipiente apropiado y empecé a jugar a los barquitos. Las caras de los jóvenes estaban ansiosas. Nunca habían visto tanto líquido metálico. Las ondas plomizas de la superficie crean una atmósfera fantasmal, pavorosa.

Ver flotar un barquito de papel o de madera no les causaba tanta impresión, pero los más afilados advirtieron que esos objetos -que siempre flotan en cualquier parte- no hollaban el mercurio y parecían apoyados en una superficie sólida.

Con las monedas ya fue diferente... esas cosas que siempre van al fondo en todos lados, en el mercurio flotaban cual pelotitas de ping-pong. Inútil era empujarlas hacia al fondo ya que retornaban porfiadamente a la superficie.

Los dejé con la boca abierta al zambullir pesas de bronce. Comencé por una de 50 gramos, luego una de 100. Ver flotar esos cuerpos macizos y pesados no podía menos que sorprenderlos. Quedaron pasmados cuando apoyé sobre la superficie del mercurio una pesa de hierro de kilo: se mantuvo a flote con suaves oscilaciones como asintiendo, resignada, a una ley ancestral. Las demostraciones iban acompañadas de explicaciones muy descriptivas y un recorrido ágil por una tabla de densidades que me había procurado oportunamente. Ahora debía romper la magia y hundir un objeto más denso que el mercurio, pero no hay muchos...

-¿Alguien tiene un objeto de oro?

-Yo, Profe -dijo una tierna muchachita que ya me había confesado que estudiaría Física porque era lo más maravilloso del universo. -El anillo que me regaló mi papá.

-Se lo voy a cuidar. No tema.

Tomé su anillo y antes de soltarlo sobre el mercurio lo mostré a todo el curso con un ademán de suficiencia y seguridad. Dejé caer la reluciente alhaja cerca de la superficie, y el anillo se hundió. Directo para el fondo.

Supongo que muchos de mis lectores saben cómo sigue la historia. Porque es bastante conocido que el mercurio disuelve el oro, que desaparece cual cucharada de azúcar en agua tibia. Pero yo no lo sabía. El invaluable anillo de la niña ya no estaba en el recipiente y jamás volvería a estar. El bochorno fue mayúsculo. Inútilmente busqué y rebusqué por el fondo, colé el mercurio, vacié mis bolsillos y juré y perjuré que no había broma ni truco ¡ni hurto! El anillo de oro de mi tierna alumna, el regalo de su amoroso padre, había desaparecido para siempre y yo era el único responsable. Hubiera querido que la Tierra me tragara pero ahí estaba yo, tirado en una silla, con la mirada perdida en el infinito, esperando en vano una explicación.
 
   
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