Tonterías
Escrito en los genes

Nunca me voy a olvidar de aquella noche calurosa de febrero, ni del pintoresco rancho junto a la playa que alquilamos con mi familia. Recuerdo perfectamente que mi hijo tenía once años, ni uno más ni uno menos,  y que nos preocupamos porque regresó tarde y ya habíamos empezado a cenar.

Cuando entró a la cabaña no dijo nada, ni contestó las preguntas acerca de su retraso. Sólo dijo que no quería comer, que no tenía hambre. La madre preocupada redobló las preguntas, quiso saber si se sentía bien, si le dolía algo, si había comido algo que le cayó mal, si tenía náuseas… pero el niño seguía callado mirando al infinito como si el mundo entero se hubiera desvanecido.

Al borde de la desesperación mi esposa probaba tiros al aire, cada uno más alarmante que el otro: ¿qué te pasó? ¿por qué no querés contarnos? ¿viste algo que te jodió? ¿alguien te hizo algo? ¿se te acercó alguna persona? No, no, no… eran sus únicas palabras para tranquilizarnos sin largar prenda, mientras su mirada huía cada vez más lejos.

La escena se prolongó otros 20 minutos con sus silencios cada vez más graves. Yo observaba sin decir nada desde un rincón alejado. La madre volvió a preguntar: ¿querés que busquemos un médico? Pero el niño no respondió ni con la cabeza. Con los ojos llorosos la madre buscó auxilio en los míos. La mujer no daba más. Ni él ni yo habíamos dicho nada pero yo ya había entendido todo. Me senté al lado suyo y abrazándolo dije en voz alta:

-No hay nada de qué preocuparse. Así es la ley de la vida: por primera vez este joven le propuso romance a una dama y por primera vez una muchacha le respondió que aceptaba. Eso es todo. Y está todo bien. Vámonos a dormir.

La madre descreída opuso un poco de resistencia pero yo la llevé con firmeza para que dejásemos solo a nuestro muchacho. Supongo que ella no habrá dormido bien, y yo sí, esa parte no la tengo tan presente. Lo que sí recuerdo patente es que a la mañana siguiente nos desperataron unos gritos desde la calle. ¡Felipeee! ¡Fefeeee!   ¡Levantate que Magdalena te está esperandooo! –era la pandilla de amigos de la playa– ¡Dale galán! –gritaba otro entre risas– ¡amorrrr! –un tercero.

En el desayuno mi hijo comió por todo lo que no había comido a la noche, seguía sin decir palabra, pero tenía una mueca de vergüenza por el bochorno a que lo sometían sus compinches. Yo aproveché el primer –y único– cruce de miradas para guiñarle un ojo con una sonrisa. Y la madre me miraba sorprendida si poder creer mis dotes de brujo. No había tal cosa: siempre fue así, y así seguirá siendo, está escrito en los genes.

Algunos derechos reservados. Se permite su reproducción citando la fuente. Última actualización jul-15. Buenos Aires, Argentina.